ALBERTO LÓPEZ BARGADOS*
Tal como señala con preocupación el informe anual elaborado por la Plataforma Ciudadana contra la Islamofobia, los casos de discriminación en los que la religión musulmana es un elemento central son cada vez más abundantes. En España, la islamofobia ha arraigado como un problema estructural, y su incidencia no se limita, como antaño, a las posiciones racistas de la extrema derecha. Esa situación, por otra parte, puede fácilmente extrapolarse al resto de la Unión Europea. Las actitudes hostiles a la presencia de comunidades musulmanas se han naturalizado en algunos discursos políticos del continente, rompiendo las barreras retóricas que impedían expresar explícitamente puntos de vista racistas. En ese escenario sombrío que se dibuja en particular en las sociedades europeas, y a pesar de la visibilidad adquirida por el concepto de «islamofobia» desde su consagración inicial en 1997 (Runnymede Trust. Islamophobia. A challenge for us all. Londres, 1997), sorprende la escasa acogida recibida por esa categoría en los diversos ordenamientos jurídicos de la Unión, así como su impacto todavía irrelevante en los programas sectoriales de la Comisión Europa.
Para comprender la falta de reconocimiento que concita la islamofobia, habría que preguntarse, antes que nada, si las propias instituciones que deberían dirigir la lucha contra esa amenaza no están, ellas mismas, contaminadas por lógicas islamófobas. Más allá de las intenciones personales de sus miembros, y sobre todo más allá del tono voluntarista que todavía adoptan las retóricas oficiales, las administraciones públicas poseen formas de gobierno y protocolos de acción que pueden redundar en eso que llamaríamos la «islamofobia institucional». La ortodoxia secularizadora, en particular, que dictamina el carácter en última instancia irracional de toda creencia y práctica religiosas, y que por extensión considera que cualquier expresión en el espacio público por parte de las comunidades religiosas es inapropiada, puede contribuir decisivamente a la discriminación de aquellos colectivos que se reconocen e identifican a través de una fe compartida. Si bien el secularismo no establece distinciones por principio entre credos o prácticas religiosas, parece evidente que su impacto se deja sentir en mayor medida en aquellas confesiones cuya instalación en el espacio europeo -al menos, en Europa Occidental- es más reciente, y que por lo tanto están menos adaptadas a la estructura particular del campo religioso que impone la hegemonía secularizadora. Sin embargo, no todas las causas de esa falta de reconocimiento son externas a la propia islamofobia.
En efecto, uno de los problemas que se plantean con la islamofobia es la delimitación clara de sus contornos. La constatación de que la discriminación por razones religiosas se cruza y de hecho refuerza otras formas de discriminación basadas en la etnia, la clase o, muy especialmente, el género, dificulta su identificación. La cuestión del género, y en concreto las discriminaciones de que son objeto las mujeres musulmanas por el uso del hiyab en el espacio público europeo, constituyen un aspecto central de la islamofobia. Conviene recordar aquí hasta qué punto el argumento de la emancipación de las mujeres oprimidas por la religión musulmana y patriarcal fue durante la época colonial -como lo sigue siendo en la actualidad- una coartada que justificó un conjunto de estrategias de dominación destinadas a someter a las poblaciones musulmanas. Bajo el yugo colonial, el discurso islamófobo auspiciado por las metrópolis se ocultó, como lo ha hecho muchas veces desde entonces, bajo una retórica liberadora e incluso vagamente feminista. No nos llevemos a engaño: hoy como ayer, el cuerpo de la mujer es el principal campo de batalla en que se libra la lucha por la legitimidad de numerosas perspectivas islamófobas. De ahí la necesidad de abordar con especial cuidado esas retóricas salvacionistas, a menudo transversales, en las que tienden a coincidir izquierdas y derechas. De ahí, también, la obligación de denunciar con firmeza una posición falsamente emancipadora que antes que nada presupone la incapacidad de las mujeres musulmanas para decidir sobre su propio cuerpo.
Por otra parte, se constata que la noción misma de «musulmán/musulmana» es objeto hoy día de toda clase de apropiaciones, lo que genera equívocos y tiende a confundir los objetivos de quienes se oponen a la islamofobia. En primer lugar, «lo musulmán» se ha convertido en un comodín para la configuración de nuevas identidades, tanto en países mayoría musulmana como en aquéllos que, como en Europa, el islam constituye una minoría religiosa. La «religión» ya no es -tal vez no lo fue nunca-, simplemente, el marco analítico adecuado para capturar los usos y sentidos que adquiere esa adscripción, que en la actualidad abarca aspectos -económicos, políticos, lúdicos-, que parecerían en principio ajenos al clásico campo de lo sagrado. Como siempre sucede en el terreno de las identidades, el dinamismo de esa categoría para adaptarse a circunstancias cambiantes es un hecho fácilmente constatable: hay musulmanas conservadoras como las hay antisistema, hay musulmanes consumistas como los hay austeros, hay musulmanas ecologistas como las hay apasionadas por la homeopatía.
Ahora bien, la condición de musulmán/a es, al mismo tiempo, objeto de una intensa racialización desde el exterior de las propias comunidades. La decisión de racializar lo que en principio es una adhesión flexible y cambiante a las diversas circunstancias en que puede expresarse un credo religioso pretende restar trascendencia a esos contextos, restituir la ilusión de una esencia que lo contamina todo hasta imponer efectos permanentes sobre los individuos. Y sobre todo, racializar significa asignar un conjunto de atributos morales (negativos) a los miembros de ese credo que sirven de pretexto para su discriminación. La islamofobia no puede entenderse, pues, sin esa voluntad esencialista que percibe el islam como una forja que cincela para siempre las vidas de las personas, y que alienta una lectura moral de la comunidad que no persigue más que su estigmatización.
Por último, el componente patológico que acarrea la dimensión «fóbica» de la islamofobia se presta también a controversias. Cuando, como en este caso, el prejuicio racial/cultural naturalizado se presenta como una enfermedad, la víctima que la sufre parece quedar eximida de responsabilidad sobre el mal que le aqueja, del mismo modo que no podemos culpar al niño que padece sarampión de haberlo contraído. La idea de que la personalidad islamófoba pueda ser convertida en agente pasivo, incluso en víctima, de un orden social que naturaliza el prejuicio, hace saltar todas las alarmas por cuanto diluye la atribución de responsabilidades en un escenario impersonal en el que nadie sería, así, culpable de las decisiones que toma y de los hechos que protagoniza. Una razón más, en definitiva, para desconfiar de la pertinencia del término.
Ahora bien, la islamofobia puede presentar insuficiencias y simplificar excesivamente procesos que son complejos. Puede, llegado el caso, entorpecer incluso nuestra comprensión del profundo racismo que experimentan los miembros de las comunidades musulmanas en la Europa actual. Pero no yerra cuando señala y denuncia la oleada de prejuicios que una vez más azota el continente. Acaso equivocamos su nombre, pero sabemos reconocer a ese fantasma cuando lo vemos nuevamente vagar por las calles de nuestras ciudades. Para solventar las debilidades que presenta el concepto, y ante la imposibilidad de alcanzar una definición mínima que resulte satisfactoria y suscite consensos, tal vez la única alternativa que se nos presenta ahora, cuando la lucha por su reconocimiento es más acuciante que nunca, es acudir a aquellas definiciones que han comenzado a cristalizar en el marco jurídico internacional. En 2004, tanto la Organización de Naciones Unidas: «fenómeno que entraña discriminación, prejuicio, hostilidad y trato desigual hacia los musulmanes, o del que los musulmanes son víctimas», como el Consejo de Europa: «miedo y prejuicio hacia el islam, los musulmanes y todo lo que con ambos tiene relación» propusieron sendas definiciones, a las que han seguido, por supuesto, otras. Es probable que ambas contengan las mismas limitaciones que hemos denunciado aquí, y que limiten nuestra perspectiva de las complejidades que envuelven al llamado «problema musulmán». Sin embargo, constituyen un salto adelante en el reconocimiento público del prejuicio instalado contra musulmanas y musulmanes, y cuentan con un apoyo institucional que se antoja imprescindible en el momento de tipificar las sanciones que merecen quienes lo alientan o reproducen. Tal vez lo mejor que podemos hacer en estos momentos es apelar al consenso alcanzado por esas definiciones; no pretendemos tanto ocultar sus limitaciones como evitar que éstas nos paralicen.
Porque constatar, en fin, hasta qué punto los dilemas públicos que hoy día suscitan las comunidades musulmanas recuerdan a los que implicaron hace no demasiado tiempo a las comunidades judías europeas no hace más que despertar nuestras alertas ante la amenaza que nos acecha a todas y todos. Comprobar lo difícil que resulta respetar en esas mismas calles derechos fundamentales tales como la libertad religiosa o el derecho de asociación cuando éstos se refieren a musulmanas y musulmanes debería resultarnos, a la luz de los hechos sucedidos en Europa el siglo pasado, un horizonte inquietante. Naturalizar esas lógicas que pretenden describir a un enemigo interior es precisamente lo que no nos podemos permitir. Como dijera una vez Aimé Césaire, una Europa que permite la vulneración de los mismos derechos que dice consagrar con su ejemplo es una Europa moribunda.
*Alberto López Bargados es profesor de antropología social en la Universidad de Barcelona. Miembro de GRECS y SAFI