Publicado por Aurora Ali, en Webislam, el 6 de diciembre de 2017.
Desde hace meses, incluso años, oímos cada vez con más asiduidad hablar de “segundas generaciones” y “terceras generaciones” en medios de comunicación, términos estos que también están en boca de personalidades públicas. Las campañas xenófobas de algunos partidos políticos en distintos países de Europa han contribuido a esta “moda” ampliamente imitada.
Llama la atención que estas expresiones, que se usaban para describir un aspecto más o menos relevante de la identidad de una persona, sean mayoritariamente empleadas para hablar de personas musulmanas y/o de origen árabe (incluidos menores).
Pero llama aún más la atención que estas expresiones vayan acompañadas de información “alarmante” relacionada con la seguridad o, directamente, con el terrorismo.
A veces siento como si mi pasaporte se partiese por la mitad. Como si fuera un pasaporte “de segunda”. Si nuestros hijos e hijas serán o son la tercera generación, ¿sentirán entonces que su pasaporte se parte en tres?
Resulta sumamente irracional que, en el país en el que se ha nacido o al que se ha llegado de pequeño, uno sea relegado a un segundo plano “de repente” y con asiduidad por obra y gracia de los medios de comunicación, o que se convierta en sujeto de debate en tertulias con “expertos en yihadismo”. Esa suma de titulares, tertulias y discursos es lo que convierte ese conjunto de expresiones en un estigma.
Si uno es hijo de padres australianos, por ejemplo, no tiene por qué sentirse señalado en los medios ni en los titulares por expresiones como “yihadista”, “probabilidades” o “integración”.
España es diversa y esa diversidad debería ser una bendición para el conjunto de la sociedad. Esas “segundas y terceras generaciones” son ciudadanos de pleno derecho, con sus deberes y obligaciones. Pero al parecer, el status de inmigrante no tiene fecha de caducidad y además resulta hereditario. Una cosa es que un ciudadano quiera mantener algunos aspectos de su origen y reivindicarlos y otra bien diferente es que desde algunos sectores de la sociedad en la que vive y trabaja, aparezcan y desaparezcan niveles de ciudadanía según el discurso del momento.
Algunas de esas “segundas generaciones” son hijos de parejas mixtas. Entonces ¿ellos qué son? ¿“medio segundas generaciones”? ¿Tendrán más probabilidades de sufrir crisis de identidad o solo la mitad de posibilidades?
Ese sentimiento que se fomenta de “no soy ni de aquí ni de allí” podría ser tratado de manera más positiva, como una riqueza de la sociedad y del individuo, no como un lastre o una crisis existencial. Todos podemos decidir cómo desarrollar esos aspectos de nuestras identidades como factores enriquecedores y complementarios, al igual que los hijos de padres de origen islandés, por ejemplo.
El estigma generacional, que hoy en día solo afecta y señala a una parte de la población, fomenta prejuicios que derivan en discriminación, discursos y delitos de odio que generan una sociedad enferma.
Las jóvenes generaciones son el futuro, debemos tratarlas con el amor y respeto que merecen por la gran responsabilidad con la que cargan, empoderándolas, promoviendo y reconociendo sus aportaciones a la sociedad. Esas historias son las historias que deberían ser contadas por su mérito. Al no visibilizar ni normalizar estas narrativas positivas, sólo se ve el estigma y se cae en una constante extranjerización de una parte de ese futuro.
El origen debería volver a ser un concepto descriptivo y respetuoso. No podemos estigmatizar a cientos de miles de jóvenes de “segunda o tercera generación” por el comportamiento de unos cuantos que en absoluto representan a un colectivo por el hecho de coincidir en un aspecto, al igual que no podemos estigmatizar a aquellos que comparten algún rasgo de la identidad con los verdugos de la violencia de género, por ejemplo.