Publicado originalmente por JORDI MORERAS en AFKAR / IDEAS (nº 58 Otoño-invierno 2018).
La radicalización, consecuencia de una serie de detonantes que promueven la oposición absoluta y radical a unas ideas, tiene una dimensión esencialmente ideológica. Los atentados de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017 volvieron a poner en evidencia lo poco que sabemos respecto a las causas que generan los procesos de radicalización extremista. Como si se tratara de una caja negra, hemos de esperar a que se produzca un suceso concreto para identificar las motivaciones que llevaron a sus autores hacia la radicalidad. Un año después, aún seguimos preguntándonos cómo fue posible que se produjera la radicalización de unos jóvenes de Ripoll de una forma tan inadvertida, y las principales líneas argumentales siguen insistiendo en el papel de instigador del imam de una de las mezquitas de esta población. Tras lo sucedido, parece que debamos volver sobre nuestros pasos respecto a los consensos a los que habían llegado los analistas con respecto al papel de las mezquitas y los imames en relación con la activación de los procesos de radicalización violenta. Aún recuerdo cómo hace algunos años, los máximos responsables de seguridad españoles se aplicaban en explicar el cambio de paradigma que habían observado con respecto a cómo se potenciaban estos procesos: si antes habían sido las mezquitas a través de las proclamas de los imames, a partir de ahora era la influencia de internet y las redes sociales las que estaban detrás de la activación de la radicalización. ¿El caso de Ripoll debe hacernos cambiar este punto de vista?
Lo cierto es que las mezquitas y los imames nunca han dejado de ser vistos como sospechosos habituales. Si no, no se explica cómo se ha querido elaborar una geografía de la radicalización en nuestro país, atendiendo a aquellas localidades en donde se identificara una mezquita relacionada con el salafismo, doctrina que ha sido etiquetada como la puerta ideológica que conducía al radicalismo. El caso es que en Ripoll ninguna de las dos mezquitas era salafista, por lo que en este caso los radares desplazados por los servicios de información fueron poco eficientes para preveer lo que sucedería. Tras los atentados del 11 de marzo de 2004, se decidió que había que vigilar a imames y controlar mezquitas, pues se temía que fueran focos de radicalización. El balance que se puede hacer desde entonces no permite confirmar ese supuesto. La monitorización de los sermones y prédicas no ha podido identificar a nadie que haya llamado al yihad desde el púlpito de una mezquita, y cuando se ha interpretado algún discurso excesivamente rigorista o contrario a los valores vigentes en nuestra sociedad, se han llevado a cabo acciones de diferente tipo (los discursos religiosos integristas no son delito), optando incluso por la expulsión administrativa preventiva –en consonancia con otros gobiernos europeos– de aquellas personas sospechosas de estar realizando tareas de adoctrinamiento o radicalización. La prevención de la violencia no debería llevarnos a plantear acciones que rozan la arbitrariedad, y cuyo efecto hace tambalear el marco democrático y el Estado de Derecho.