Reseña de Daniel Gil-Benumeya publicada por la revista Política Exterior el 11 de noviembre de 2016
Ligada al final de la guerra fría y a las intervenciones occidentales en Oriente Medio (aunque haya antecedentes mucho más antiguos), la islamofobia fue definida por primera vez en 1997 por el think tank británico Runnymede Trust, a través de ocho rasgos o prejuicios que, 20 años después, han calado tanto en las sociedades europeas que puede decirse que forman parte de su “sentido común” hegemónico.
La islamofobia ha convertido a los musulmanes en la encarnación misma de la alteridad cultural. A medida que se avanza hacia la derecha del arco político, son más insistentes y explícitas las alertas sobre el peligro que supone el islam para los “valores” y “modos de vida” europeos, hasta el punto de hacer de ello uno de los ejes del debate político y electoral. La izquierda, en cambio, tiende a mostrar un perfil bajo, fruto, en parte, de su propia disparidad interna. No es, sin embargo, ajena al discurso islamófobo, desde la más liberal o institucional hasta algunas formaciones radicales, como se está poniendo de manifiesto especialmente en Francia. Hay, por ejemplo, voces que, desde la izquierda, claman contra el multiculturalismo y la inmigración para disputarle el terreno a la ultraderecha y evitar su ascenso, o que consideran que el islam amenaza conquistas sociales como la laicidad y la igualdad legal de género, o incluso que es el caballo de Troya de un fascismo de nuevo cuño, el islamofascismo.
Otra parte de la izquierda reconoce en la islamofobia un nuevo avatar del racismo, pero a la hora de articular discursos y resistencias se encuentra con escollos como su propia tradición antirreligiosa (“la religión es el opio del pueblo”), que resulta problemática en la medida en que el estigma islamófobo remite, en última instancia, a una religión. O las ambivalencias de un “islam político” que parece encarnar la nueva resistencia anticolonial pero que muestra un discurso de ribetes reaccionarios. O la proliferación de actos violentos que se realizan en nombre del islam, aunque la inmensa mayoría de sus víctimas sean musulmanas. O las dificultades de combatir este racismo culturalista con las herramientas del antirracismo clásico. O el miedo a perder base social o electoral embarcándose en una causa impopular. O la percepción, por último, de que los musulmanes son en el fondo extranjeros y, por tanto, lo que les concierne no está entre las prioridades de la acción política local. Y por supuesto, a ello se añade el hecho de que en las organizaciones de izquierda hay muy pocos militantes musulmanes.
Esas son algunas de las muchas cuestiones sobre las que reflexiona Combatir la islamofobia, obra colectiva cuyo objetivo es desmontar las reticencias y prejuicios existentes sobre el islam en el seno del propio activismo de izquierdas y sentar algunas bases para la construcción de luchas unitarias contra esa emergencia social que es la islamofobia. Trece autores componen un mosaico de textos de carácter diverso –desde la reflexión teórica hasta el microrrelato testimonial– que abordan, entre otros, el tema del terrorismo “islámico” y su papel en la construcción de los estigmas; la instrumentalización de la igualdad de género o la diversidad sexual contra un islam al que se presenta como intrínsecamente machista y homófobo, y dentro de ello el impepinable tema de las mujeres musulmanas y sus vestimentas; la relación entre la islamofobia y los viejos y nuevos fascismos, o el encaje de la laicidad y la libertad religiosa. Una parte importante del libro trata de despejar los prejuicios antirreligiosos extrayendo del acervo teórico y experiencial de la izquierda revolucionaria ejemplos que justifican la pertinencia de la lucha contra la islamofobia y la alianza con los colectivos (más) afectados por la misma.