Publicado por la Fundación Bayt al-thaqafa el 28 de julio de 2021
La diversidad es un elemento clave para la transformación social positiva. Genera sociedades más creativas, ricas y dinámicas y más preparadas para afrontar retos. Sin embargo, no todas las culturas presentes en una sociedad están igualmente representadas, visibilizadas o reconocidas. A veces, se nos presentan como excluyentes e incompatibles, y se desaprovecha todo ese potencial.
Para las personas que conviven con dos culturas en contextos en los que una de ellas goza de una posición hegemónica supone una constante gestión de conflictos internos y renuncias.
En este artículo, Wassima explica su experiencia de transculturalidad, sus dificultades, pero también la riqueza que conlleva vivir la diversidad.
Me llamo Wassima y tengo 20 años. Actualmente vivo en Barcelona, y me gustaría hablar del debate interno sobre la identidad que vivimos muchas personas, desde mi punto de vista más personal.
Mis padres son de Marruecos, pero yo nací aquí y he vivido toda la vida aquí, junto a mis hermanas. No obstante, aunque viva aquí no olvido mis raíces y siempre que se puede hago una visita a Marruecos junto a mi familia. Por lo tanto, puedo decir que he socializado en dos culturas completamente distintas, me siento de dos universos paralelos.
Soy descendiente de la migración y me distingo claramente de mis progenitores en muchos sentidos: hablo catalán y castellano sin acento extranjero, conozco perfectamente la sociedad local y sé cómo presentar y defender mis demandas e intereses, pero desde la infancia he escuchado y sentido que «soy diferente”. Mientras, por otra parte, en ocasiones sufro la presión familiar para permanecer fiel a mis tradiciones y no parecer “demasiado española o catalana”.
Esto suele derivar a conflictos internos (la familia) y externos (la sociedad de acogida). En casa tengo una cultura y cuando salgo a la calle parece que forme parte de otra. Siempre me ha parecido difícil formar parte de las dos, saber llevarlas paralelamente no es que se diga muy fácil, incluso a veces se contradicen. La cultura que llevo en la sangre compite con la que forma parte de mí desde que nací, la de mi día a día. En casa me enseñan unos valores y la sociedad, otros. Es como si formara parte de dos grupos paralelos en un mismo contexto, donde a veces siento que traiciono a un lado o al otro.
Muchas veces siento que no tengo claro mi sentido de pertinencia, es una situación confusa. Reconozco en mí misma elementos de ambas culturas. Me siento presionada por identificarme con una sola cultura.
A menudo esto dificulta la gestión de la pluralidad interna que tengo pero, como todo, este hecho puede tener ventajas, o todo lo contrario. Sufro y disfruto. Existen ventajas porque me permite tener una visión y una mente más amplias, el poder de la comparación y entender diferentes contextos, disfrutar de ambas culturas y enriquecerme como persona, por dentro y por fuera… e inconvenientes. En algunas ocasiones tienes que elegir y traicionar, te sientes excluida por no entender o no compartir según qué, ya que carezco de experiencia con la cultura de aquí. Es decir, por ejemplo, la Navidad yo no la celebro, aunque viva y haya nacido aquí. No la celebramos en casa. Mis amistades y compañeros y compañeras, sí. Por lo tanto, comparten siempre experiencias, conversaciones,… y yo, en este aspecto, no. Otros ejemplos serían la celebración de San Juan, o la Semana Santa,… tampoco existen en la otra cultura. Aquí sí, mi entorno lo celebra mínimamente, de una manera u otra, le dan visibilidad y una cierta importancia. Por otro lado, en mi cultura familiar, sí que comparto y practico el Ramadán y no me siento excluida ni extraña porque estoy 100% integrada y lo vivo con naturalidad, pero es difícil convivir con según qué situación en esta sociedad.