Artículo de Marc Pons publicado por El Nacional el 17 de enero de 2021
Lleida, primavera del 714. Las autoridades hispanovisigóticas locales pactaban la capitulación de la ciudad y el ejército árabe de Al-Hurr (sobrino del gobernador Musa ibn Nussayr) incorporaba el territorio del valle bajo del Segre al dominio de Al-Ándalus. Al-Hurr entró en Lleida sin disparar ni una flecha. Pero no en todas partes fue así. Las grandes diferencias entre las ciudades que capitularon (Lleida, Tortosa, Barcelona, Girona) y las que resistieron (Tarragona, Badalona, Mataró, Empúries) delatan la existencia de un paisaje social, político, económico y cultural que guarda muy poca relación con la idea de una Hispania visigótica homogénea, singular y ordenada
La investigación historiográfica moderna ha puesto de relieve una realidad desconocida: el islam llegó a la península Ibérica mucho antes de que los ejércitos árabes de Táriq derrotaran a los visigodos de Rodrigo en la batalla del río Guadalete (711); es decir, mucho antes de la conquista militar (711-726). El falso mito de una Hispania confesionalmente homogénea, uniformemente cristiana, se desenmascara en el momento en que sabemos que, a finales de la centuria del 600, el islam había conseguido captar miles de seguidores (naturalmente, de forma clandestina) entre la población autóctona peninsular, es decir, la población de cultura hispanorromana gobernada por la monarquía visigótica.
Efectivamente, el islam había corrido como la pólvora. Especialmente, entre los sectores más humildes de la población y en las zonas, en aquel momento, más pobladas de la Península: los valles de los ríos Guadalquivir, Guadiana, Tajo, Segura, Túria y Ebro. Desde que el cristianismo había sido convertido en religión oficial del Imperio romano (380) y, sobre todo, desde que la monarquía visigótica había renunciado al arrianismo (586), la Iglesia se había convertido en una de las tres patas del poder. Los obispos y los abades actuaban como auténticos barones territoriales, que participaban plenamente de un sistema fundamentado en las profundas y trágicas desigualdades entre las clases privilegiadas y las clases populares.
Esta es una de las causas que explican la rápida progresión del islam en la península Ibérica, antes y durante la conquista: el papel que había asumido la Iglesia no guardaba ninguna relación con su mensaje evangélico. En cambio, en aquel momento, el islam se presentaba como una religión —como un sistema, en definitiva— muy innovadora y más igualitaria. La otra causa, la que impulsaría ciertas clases privilegiadas a transitar hacia el islam, tenía, también, un componente terrenal: a medida que avanzaba la conquista del territorio, los árabes ofrecían a las oligarquías autóctonas la posibilidad de conservar el estatus social y económico a cambio de transitar de la basílica a la mezquita.
Y eso es lo que pasó en Lleida y en Tortosa, hasta entonces Ilerda y Dertosa, y a partir del hecho, Lérida y Turtusha. Cuando Al-Hurr tomó Zaragoza, los valles bajos del Ebro y del Segre ya estaban relativamente islamizados. Y el papel de los Cassius (la gran familia oligárquica de la región) resultó decisivo: no tan sólo abrazaron entusiásticamente el islam, sino que empujaron al resto de oligarquías del territorio a hacer lo mismo. Los Cassius se convirtieron en Banu Qasi, los Llop pasaron a ser Ibn Llop y los Fortuny se rebautizaron Ibn Fortun. Un detalle que revela que aquellas oligarquías eran tan asquerosamente ricas que, difícilmente, se podían plantear otra cosa.