Publicado por Berta G. de Vega, en El Mundo, el 22 de febrero de 2018
Su madre bereber llegó analfabeta a Barcelona, su padre fue panadero en Poble Nou y con él muy niño volvió a Marruecos para morir de cáncer…
Jamal era el tercer hijo, y todo parecía torcerse. Él nunca lo hizo. Gracias a su inteligencia emocional ahora, becado, el niño que fue rapero en el barrio de gitanos de Melilla va camino del Instituto Tecnológico de Massachusetts.
Cuando queda con la periodista para contarle su historia, ella le dijo: «Estoy en la cafetería, yo soy pelirroja…». «Yo soy morito», le contestó él con humor.
Jamal Toutouh nació con el derecho a proclamar que la vida es injusta. Su madre era una adolescente analfabeta de un pueblo amazigh (bereber) de las montañas de Marruecos cuando la casaron con su padre, ocho años mayor, que ya en los años 70 se marchó a Europa de inmigrante sin papeles a buscarse la vida. La encontró al final en Barcelona, Poble Nou, zona industrial que ahora es hipster, adonde llegó su madre con sus dos hermanos mayores, familia que llegaría a cuatro hijos, Jamal el tercero. El padre era panadero en el barrio y, en los ratos libres, la familia seguía trabajando con pequeñas tareas manuales entonces no mecanizadas, como agrupar horquillas de pelo, para mandar dinero a sus familiares en Marruecos. A los 10 años, un tumor en el hígado dictó sentencia de muerte al padre. Se fue a Marruecos. Un mes después, murió. «Ahora creo que lo sabía y se fue porque era mucho dinero repatriar el cadáver».
La viuda recibió ayuda de la beneficencia y su familia anunció un plan: en verano, al acabar el curso, volverían a Marruecos. Los dos mayores se irían a trabajar a Alemania; los dos pequeños se quedarían en la aldea de la que se había ido su padre. Pero el hermano mayor, de 15 años, no compartía los planes de sus mayores. En este punto del relato, a Jamal se le humedecen los ojos: «Es mi ídolo. Imagínate. 15 años. Le tocó bailar con la más fea. Y le dijo a mi madre que teníamos que seguir estudiando. Que nos íbamos a Melilla todos». Y así fue. Buscar piso. Conseguir colegio. En el caso de Jamal, al hispano marroquí. Él, que no hablaba árabe y apenas farfullaba el tamazight. Le hicieron repetir y daba las mismas asignaturas en dos idiomas: «Pero hacían media, y como sacaba todo bien en español…».
Un profesor vio que el chico luchaba, era bueno, aconsejó sacarle de allí y mangó la cartilla de la oficina. Así fue como acabó, otro cambio, en el colegio hispano israelita. Otro año más. Con un amigo guardaespaldas que acabó de delincuente. Y, después, al colegio público. Trabajando en lo que se podía. Cambiando de piso de alquiler, de barriada, hasta acabar en una gitana: «Jugábamos al fútbol y, al acabar, alguno se iba a robar algo». Coletazos de la heroína. Él entró a repartir pizzas: de ocho de la tarde a una de la mañana. En cuarto de la ESO hizo el gamberro: «Era un curso peor». Es rapero. Le encanta. Era carne de cañón, una mala compañía para algunos padres de aquel instituto: morillo, rapero, el barrio gitano.
Un 10 en selectividad
En clase era de los que preguntaba con cierta insolencia. No le inflaron las notas en el Bachillerato. En Matemáticas, un seis. Pero en Selectividad, un 10. Algunos profesores le animaban a que se quedara en Melilla, en un módulo de Formación Profesional. Su hermano mayor había empezado ingeniería informática por la UNED, pero se había tenido que poner a trabajar, no era español y no había becas: «Llevo toda la vida queriendo parecerme a él».
Tenía dinero ahorrado de las pizzas y un amigo con un colega que sabía de un piso barato en Málaga. 10.000 pesetas de alquiler al mes, quinto sin ascensor: «Un palomar». Se fue a la universidad; prudente, se matriculó en la ingeniería técnica de Informática de Sistemas. «Llego y todo el mundo me dice que llevan allí siete, ocho años. Yo tenía que aprobar todo para mantener la beca». No tenían clase los viernes. Los jueves eran de fiesta. Pero Jamal se quedaba toda la noche estudiando. No tenía ordenador. Estudiaba programación con lápiz y papel, salvo unas horas que descubrió que podía usar los ordenadores de la universidad. No podía pagarse academias. «Pero iba a todas las tutorías a resolver dudas, por eso no entiendo que no vengan mis alumnos ahora». Aprobó todo. Y siguió.
En septiembre de 2018 Jamal Toutouh estará trabajando en un proyecto de investigación en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), sobre deep learning [aprendizaje profundo] y ciberseguridad, en el equipo de Una-May O’Reilly, la jefa del grupo de investigación sobre análisis de datos e inteligencia artificial. Lo hará gracias a una de las becas más exigentes para investigadores de la Comisión Europea, la Marie Curie. Cualquiera sabía quién era Marie Curie en aquel barrio de Melilla. Pero el relato anterior Jamal lo trufa todo el rato con una frase: «Verás, es que he tenido mucha suerte». Suerte, para él, ha sido una madre obstinada, que los quiso mantener juntos: «Si te casan tan joven, luego tus hijos son todo». O Rosa, su novia desde segundo de carrera: «Me ha apoyado en todo, ha sido muy importante». Estará con él en Boston.
Y también fueron sonrisas del azar, para él, que a través del fútbol su padre los integrara tanto en el barrio que, cuando se murió, muchos se volcaran con ellos. Que alguien se ofreciera a arreglarles los papeles de viudedad y orfandad. Buena suerte, para él, fue un hermano mayor que le enseñaba a multiplicar cuando los niños apenas sabían sumar, que tuvo claro que tenían que estudiar. También se cree tocado por la buena fortuna porque ha «nacido competitivo»: «Sé que hay que hacer las cosas lo mejor posible». Quiere ganarse siempre a sí mismo. Por eso, en aquel cuarto de Secundaria, cuando fue un poco cafre, no dejó de sacar sobresalientes. Bueno, hubo una vez en 3º de la ESO que sacó un 3,5 en Matemáticas. Y le chocó. Así que fue y se lo dijo «a la profesora Irene». «Resulta que se había equivocado y no me había corregido la mitad del examen». Fue de los pocos alumnos que habían aprobado. La profesora Irene se ha muerto ya de cáncer y fue ella la que le dijo que tenía que ir a la universidad. Le ayudó a prepararse la selectividad, no como su profesor de Matemáticas de Bachillerato, el del seis.
En Málaga fue capaz de sacarse todo curso por año, pese a la fama de huesos de un grupo de profesores de Informática. Tenía que hacerlo para mantener la beca: «Por eso las defiendo tanto». Al acabar, tuvo trabajo en Melilla, dando clases en cursos de formación. Bien pagados. 2.100 euros mensuales, un sueldo difícil de encontrar entre los escalones precarios de la investigación en España. Ahorró: «Yo es que gasto muy poco». Y pensó que podría volver a sacarse el título superior y a disfrutar un poco la vida universitaria que apenas había vivido: «Tampoco luego salí tanto».
Se pudo ir de Erasmus a Luxemburgo y eso le «cambió la vida». Chapurreaba inglés pero supuso que aprendería. Supuso bien, «aunque empezara a palabra por minuto, pero no tenía miedo». Allí, para sacarse un dinero extra, alguien le sugirió que trabajara en un departamento de la universidad: «Fue la primera vez en mi vida que me planteé que podía hacer carrera así». Se pasó allí un par de años. Volvió a Málaga. Hizo el proyecto de fin de carrera. Ganó becas para el doctorado, que sacó cum laude, y fue premiado por la Asociación Española de Inteligencia Artificial. Siguió con becas de investigación en un grupo que se mueve muy bien en los ambientes internacionales más punteros.
Llegó la oportunidad de largarse al MIT. Bastó una videoconferencia a Una-May para que ella dijera que sí, que le interesaba el perfil. Había que echar los papeles para la Marie Curie. Los proyectos candidatos requieren tal burocracia que las universidades pagan a consultoras para tramitarlo. Él lo hizo solo. Hace un par de semanas, le llegó la noticia. Al MIT. Él, el niño rapero del barrio de gitanos de Melilla, al que muchos padres no veían como buena influencia de sus hijos. «Naces con las cartas que naces y tienes que jugarlas bien», explica. «El mundo está lleno de gente buena» es otra de sus frases. Sus amigos de la universidad no están tan sorprendidos. Ni los profesores: «Jamal apuntaba», dice uno de ellos. Pero no porque el destino se lo pusiera fácil.
Tres horas antes del encuentro con él le mandé un WhatsApp: «Jamal, estoy en la cafetería, soy pelirroja». «Yo soy morito», contestó él, con sentido del humor.