Artículo publicado originalmente por Ángeles Ramírez* en Revista Contexto el 21 de octubre de 2020
Hace unos días, un terrible crimen ha vuelto a poner a Francia en la actualidad informativa: un profesor de secundaria, Samuel Paty, fue decapitado al grito de Allahu Akbar por un chico de apenas 18 años. Todo esto ha creado un clima de pánico e inseguridad en el país.
Este asesinato ha venido a echar leña al fuego de la sempiterna discusión sobre la población musulmana en Francia y a legitimar el despojo de sus derechos civiles. El islam vuelve a estar –si es que alguna vez no lo estuvo– en el punto de mira, y los musulmanes y musulmanas, bajo sospecha, reforzándose la idea de la potencialidad criminal de algunas versiones del islam y de la radicalización de las personas musulmanas, como una espada de Damocles que pende sobre todas ellas y que, por la vía religiosa, convierte en terroristas a los musulmanes. La radicalización sería una especie de muestra de la esencia maligna del islam, de la que habla el historiador Fernando Bravo: personas musulmanas maléficas, que materializarían la malignidad del islam y que amenazan a las sociedades democráticas no solo con sus valores fanáticos, sino con la violencia real que de ellos se deriva de modo natural. Se enlaza esta idea con toda una construcción orientalista y colonial: la de que las gentes musulmanas ponen la religión –con lo que quiera que eso signifique– por encima de todo, siendo incapaces de asumir otro sistema de valores o de leyes que no sea el que marca el islam, de modo que se justifica para el Estado la necesidad de proveerse de los instrumentos que aseguren la adhesión a las verdades republicanas. Son dos, fundamentalmente, la laicidad y la mixidad.
*Ángeles Ramírez es antropóloga y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid.