La presencia de unos veinticinco millones de musulmanes en los veintiocho países de la Unión Europea está planteando hoy debate, polémica, miedo y hasta odio. Nunca antes habíamos presenciado este clima de sospechas mutuas entre musulmanes y el resto de las sociedades en Europa. Las encuestas de opinión pública en nuestro continente muestran cada vez más temor y antagonismo hacia los musulmanes europeos, vistos como amenaza para las identidades nacionales, para la seguridad interna y para el tejido social. Al mismo tiempo, los musulmanes están convencidos de que la mayor parte de los europeos rechazan su presencia y denigran y ridiculizan su religión.
Esta incomprensión es preocupante, porque alienta una peligrosa islamofobia, por una parte, y la radicalización de algunas conductas, por la otra. Los países europeos están alarmados por esta evolución, que pone en jaque la convivencia pacífica; por lo tanto, han tomado medidas y han aprobado leyes para actuar contra las fuerzas extremistas, poner freno a la radicalización y mejorar la integración de los musulmanes en los países de acogida.
Pero no es fácil. ¿Cómo puede Europa alentar la integración musulmana en estados laicos? La radicalización y el extremismo, ¿tienen que ver con la marginación económica, o son producto de un discurso que divide el mundo en dos bandos, “nosotros y ellos”? El extremismo, ¿tiene su origen solo en la fe? En tal caso, ¿por qué un extremista noruego mató en 2011 a docenas de compatriotas suyos, que no eran musulmanes? Los Estados europeos siguen enzarzados en estas espinosas cuestiones, sin llegar a ser capaces de articular una respuesta coherente.